Campamento, Erg Chebbi

La noche estrellada

Un par de alfombras en la cima de una duna cercana y despojarnos de nuestros celulares fue todo lo que necesitamos para disfrutar de un cielo que solo se puede contemplar en lugares como este, donde no hay contaminación lumínica

22 Julio 2022

3 minutos de lectura

Foto: Lucía Vallarino

Nuestra noche en el medio del Erg Chebbi comienza con música. Luego de haber visto el mágico, y típico, atardecer entre las enormes dunas del Sahara, llegamos al bivouac que sería nuestro refugio esa noche. En la entrada del campamento (delimitada simplemente por unas telas en forma de marco de puerta) un grupo de músicos nos dieron la bienvenida. El compás de los tambores y bombos, y el sonido rítmico y metálico del qraqueb, acompañado de las voces de los cantantes nos pusieron a bailar. Reímos, bailamos, algunos hasta nos descalzamos, y ya comenzamos a sentir una energía diferente.

El campamento estaba conformado por una serie de haimas para dos personas colocadas unas contra otras y una principal que oficiaba de comedor. Afuera del comedor, a la intemperie, había una especie de living -o espacio común- rodeado de sillones y almohadones. En todos lados el suelo arenoso estaba cubierto por alfombras rojas, naranjas y amarillas con estampados marroquíes, que daban una calidez especial al lugar. A pesar de estar en el corazón del desierto teníamos electricidad, imagino (ya que no pude ver con certeza) que era gracias a placas fotovoltaicas. De todos modos, las luces eran pocas y tenues, colocadas estratégicamente para iluminar lo justo y necesario.

Después de la cena, un delicioso tajín de verduras y cuscús, decidimos salir a conversar un rato al living exterior. Solo bastaron cinco minutos para dimensionar la grandeza del lugar en el que estábamos, y decidimos salir a la inmensidad del Erg Chebbi a disfrutar la noche. Un par de alfombras sobre la cima de la duna más cercana fue todo lo necesario para crear un escenario mágico.

El mar de arena del desierto nos envolvía, recordándonos lo diminutos que somos. El cielo infinito brillaba con un millón de estrellas y la vía láctea que, gracias a no haber contaminación lumínica, se veía perfecta. No había más luz que la de las estrellas, y no había más sonido que nuestras voces charlando o el susurro de la brisa de verano. El calor había disminuido significativamente y se estaba muy a gusto.

Esa noche nos desconectamos de las pantallas y conectamos con la naturaleza. Reflexionamos sobre nuestros hábitos, sobre cómo nunca podemos ver un cielo tan inmenso en nuestras ciudades. Sobre cómo querer tenerlo todo nos está dejando sin nada. El cambio climático es mucho más tangible aquí en Marruecos, sus consecuencias las estamos viendo a través del testimonio de quienes viven en el desierto.

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