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Hera y su vida en las cuevas del alto Atlas

Entre montañas y cabras nos encontramos con una familia de seminómadas que nos da la bienvenida a su hogar y nos cuenta sobre su vida en el alto Atlas

25 Julio 2022

4-5 minutos de lectura

Foto: Lucía Vallarino

Desde Bulmane Dades partimos camino hacia el alto Atlas. Era un día caluroso, así que vestimos ligero y llenamos nuestras botellas con agua. El camino hacia la montaña era largo y sinuoso, las carreteras eran angostas, y cuando mirábamos por la ventana de la camioneta podíamos ver que estábamos cada vez a más altura. Suelo marearme muy fácilmente en rutas como esta, así que decidí cerrar los ojos y tratar de dormir hasta que llegáramos al destino.

Cuando abrí los ojos ya estábamos en lo que parecía la mitad de la cordillera. Nos rodeaban montañas rojas, amarillas y amarronadas. Bajamos del auto y se nos acercaron un montón de cabras de todos los tamaños. A unos metros vi un panel solar, y a medida que nos acercamos a él, pude ver que nos encontrábamos en el terreno de una familia seminómada. A diferencia de las familias que habíamos visitado hasta el momento, en lugar de vivir en haimas vivían en cuevas de montaña.

Nos recibió Alí, un señor ciego muy mayor, que nos invitó a tomar el té dentro de su vivienda junto a sus nietos: Hera y Mohamed. Comenzamos a charlar sentados en círculo al ritmo del sonido del té. Alí, a través de nuestro traductor y guía, que también se llama Mohammed, nos contó sobre su vida en las montañas. En verano suele ser agradable, el calor no es tan pesado en esa zona. En invierno, sobrellevar la nieve y el frío sí que es un desafío. Al igual que nos contaron otras familias de nómadas, lo normal es encender el fuego dentro de la vivienda para calentarse. Observando la cueva con detenimiento, había una zona que estaba literalmente carbonizada, las paredes y el techo teñidos de color negro, probablemente a consecuencia del fuego.

Foto: Lucía Vallarino

En medio de la conversación vi a Hera sonreírme y salir y, sin pensarlo dos veces, decidí acompañarla. Sin hablar el mismo idioma, y sin ayuda de Mohammed como traductor, comenzamos a comunicarnos. Señas, gestos y sonrisas fueron nuestro idioma, y así Hera pudo contarme un poco más sobre su vida en la montaña. Me dio la mano y primero me guio hacia su dormitorio, una cueva pequeña, al lado de la principal (donde estábamos tomando el té). Me sorprendió encontrar que, junto a sus frazadas y almohadones, había un grupo de cabras bebés. Hera sonrió, haciéndome entender que era normal compartir sus espacios con los animales. Continuamos el recorrido y me mostró un pequeño refugio hecho de piedras con techo de troncos de madera, y me explicó que ahí se acostaba Alí a descansar en las tardes. Luego me señaló una pequeña jaima hecha con pieles de dromedario, muy baja y alargada, y me explicó que allí dormía su hermano. Junto a ella, una bicicleta, la cual usan turnándose, principalmente para ir a buscar agua. Al finalizar el recorrido, me mostró nuevamente la cueva principal, y me enseñó que junto a esta tenían su infaltable horno de pan. Observé el detalle de que contaban con lamparitas de luz led, y con la ayuda de Omar, otro de los choferes que nos acompañaron en esta aventura, me explicó que obtenían luz gracias a la placa fotovoltaica que vimos al llegar. Esta se las donó una organización (no mencionó su nombre) y ellos la aprovechan al máximo para iluminarse por las noches y para cargar su pequeño y único teléfono móvil.

Foto: Lucía Vallarino

Aún seguíamos tomadas de la mano, y no pude evitar notar que las tenía negras y ásperas. Cómo si adivinara mi pensamiento, me soltó, me las mostró orgullosa y me contó que se las había pintado con henna, al igual que sus uñas y que sus plantas del pie. Sonriendo, le mostré que yo también tenía las uñas pintadas y contaba con un tatuaje de henna en la mano, el que me había hecho Aicha el día anterior, y tenía mi nombre escrito en árabe. “Lucía”, me dijo leyéndolo con ilusión.

Nos quedamos en silencio mirándonos a los ojos y sonriendo. A pesar de nuestras diferencias, teníamos cosas en común. A pesar de no comunicarnos verbalmente, nos entendimos perfectamente. Le pedimos a Omar que nos tome una foto juntas y luego nos despedimos con un cálido abrazo.

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