Camino a Todra
Cuevas nómadas de montaña
En medio de las cordilleras podemos, de pronto, observar cuevas pertenecientes a grupos seminómadas de origen amazigh, que habitan espacios naturales ancestrales y nos muestran un nuevo tipo de vivienda tradicional
24 Julio 2022
3-4 minutos de lectura
Foto: Natalia Figueroa
El montañoso paisaje marroquí resulta idóneo para habitar uno de los espacios más ancestrales conocidos por el hombre: las cuevas. Desde el inicio de los tiempos, los seres humanos encontramos en estos sitios irregulares y firmes nuestro primer refugio. Son un espacio que nos dio la naturaleza y que apenas necesita un poco de intervención para convertirse en un hogar. Las cuevas pueden protegernos de las condiciones climáticas externas, proporcionándonos sombra y refugio, y también de depredadores y demás posibles peligros. Debido a esto, fue una de las primeras fases de sedentarización en la humanidad y, en realidad, el motivo por el cual –hasta la actualidad– buscamos habitar un espacio cerrado, seguro y propio que podamos llamar casa.
Aunque pareciera que esta es una forma de vida que ha quedado en el pasado, en realidad sigue vigente en varios sitios del planeta –incluyendo, por supuesto, Marruecos– pues ha probado su gran efectividad y relativa sencillez para permitir la supervivencia. Ya sea en las cordilleras del Atlas o en los valles cercanos al Todra y al Dades, estas cuevas –que a simple vista podrían parecer simples perforaciones– albergan a distintas familias amazig.
A pesar de que están establecidos permanentemente en estos sitios, no podrían considerarse completamente sedentarios pues muchas de sus actividades diarias, así como su obtención de recursos, están sujetas a cambios estacionales y climáticos que les obligan a trasladarse. Por ello, podríamos decir que su estilo de vida seminómada les mantiene sujetos a un punto fijo, aunque en realidad su hogar abarca todo el entorno y su casa es toda la tierra.
Foto: Natalia Figueroa
La familia de Alí nos da la bienvenida. Alí es un hombre mayor que ha perdido la visión casi por completo, pero no por eso su sentido del humor y su amabilidad. Su familia nos enseña la manera en que calientan el té, el espacio y la comida en un pequeño fogón que, a pesar de generar poco humo, ha cambiado el color café de la cueva por un negro azabache. Recolectan agua de ríos cercanos, de la lluvia y de la nieve, y es un bien preciado que resulta difícil de obtener, pero –al igual que las demás familias seminómadas que conocimos en otros puntos del viaje– esto no les impide ofrecernos una bebida con toda afabilidad. También nos enseñan la placa fotovoltaica con que generan un poco de electricidad para lo más básico, la bicicleta con que se transportan cuando requieren recorrer amplias distancias, las mantas que han tejido para abrigarse durante el invierno, y el ganado con que se sustentan, que consta de una incontable cantidad de cabras. Estas requieren pastar constantemente, por lo que las personas más jóvenes de la familia se encargan de guiarlas a sitios verdes. Pero esto no es fácil, pues el calentamiento global va afectando, cada año con mayor frecuencia, el trayecto del agua, y desertificando incluso las zonas más altas del país a su paso.
Esto podría parecer un problema local o específico, que sólo daña a quienes salen cada día a buscar lo que necesitan, pero en realidad se trata de una situación global, que todos enfrentamos y enfrentaremos de distintas maneras. Los amazig están en estrecha cercanía con la naturaleza, pero, aunque no lo notemos, cualquiera de nosotros también lo está, así vivamos a la intemperie o en un rascacielos. Esa tierra que es su sustento y su hogar es también responsabilidad nuestra. Es también nuestra casa.
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