Erfud

La energía de las kasbahs de siempre

Aunque cada vez son más las personas jóvenes que abandonan las ciudades tradicionales para vivir en zonas más occidentalizadas, la kasbah de Erfud nos enseña cómo lo nuevo no siempre es lo mejor

21 Julio 2022

3-4 minutos de lectura

Foto: Sara Martínez

Al bajar del coche nos da la bienvenida un aire cálido, tan caliente que se nos hace difícil hasta respirar. Son solo las diez de la mañana, pero la temperatura es ya de 33ºC, y el suelo de arena no facilita las cosas para quienes estamos acostumbradas a un clima húmedo y suave. Nos encontramos en Erfud, con la idea de descubrir cómo es una kasbah por dentro, pidiendo en secreto que, por favor, acabe rápido y podamos volver al aire acondicionado de los coches. Y es entonces cuando nos sorprende el cambio de temperatura. Construida con adobe y paja, la kasbah mantiene la temperatura más fresca y convierte el espacio en habitable.

Foto: Sara Martínez

Fuera, cada vez son más las niñas que ríen y juegan a nuestro alrededor. Nos enseñan lo que están estudiando y nos piden caramelos y agua. Azúcar y vida. Mientras hacemos por entendernos con ellas, en francés, preguntamos a Mohammed por el cableado eléctrico. Toda la energía que se usa en esta kasbah proviene de placas solares y embalses de agua. Pero, al contrario que las poblaciones nómadas que conocemos de momento no autogestionan su energía, sino que la pagan a empresas eléctricas marroquís. No es de extrañar este uso de las energías renovables en medio del desierto: lo contrario sería desaprovechar un bien de lujo que nos regala la naturaleza sin pedir nada a cambio. La forma más eficiente, económica y al alcance de la mano en esta zona es, como podemos comprobar con solo un vistazo, la energía solar.

Foto: Sara Martínez

Entre risas y juegos de las más pequeñas de Erfud, vamos recorriendo los pasillos de esta kasbah, una de las últimas que quedan habitadas en el país. Calles interiores en las que se aprecian farolas y tendido eléctrico, y una iluminación bastante natural en el interior de las viviendas, con numerosas ventanas y visillos que dejan que entre la luz al interior del hogar. La hospitalidad amazig no tiene límites, y una familia nos deja entrar en su casa. Así, descubrimos que el pan lo cocinan en un horno de leña en la azotea del edificio, donde también calientan el agua, mientras que el resto de la comida se prepara en la cocina de la planta baja. En su interior se encuentra la dueña de la casa, pero, aunque me habría encantado poder hablar unos minutos con ella, su marido no le deja acercarse a nosotras. Si quisiéramos entrar a la cocina u otras zonas de la casa relacionadas con las tareas domésticas, solo las mujeres del equipo podríamos hacerlo sin problema. Pero, ¿es esto un privilegio? ¿Deberíamos aceptar el reino del mundo de los cuidados y la vida doméstica cuando los hombres dominan el mundo exterior, el real? ¿Es lógico que las mujeres nos protejamos en el interior del hogar porque los hombres no pueden aprender a respetarnos si salimos? Podríamos dar la vuelta al mundo y esta pregunta seguiría siendo válida en todos y cada uno de los destinos.

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