Puerto Tizi’n’tichka
La Sal del Atlas
El Valle de Unila, entre el Sahara y Marrakech, fue un enclave importante para el comercio de un mineral muy preciado para la sociedad
26 Julio 2022
4 minutos de lectura
Foto: Marià Serrat
“¿A dónde vais?”, nos dijo un chico que iba montado en una furgoneta destartalada que bajaba por el camino que estábamos transitando. Su preocupación no parecía soslayable y tenía un aspecto de cierto enfado, dando a entender que no le gustaba nuestra presencia en aquel lugar. La actitud de ese chico, un tanto directa y violenta, me pareció rara y fuera de lugar en comparación con todas las personas que nos habíamos cruzado en aquel viaje, siempre amables y hospitalarias. Sin darle más importancia, seguí andando por aquel valle de aspecto lunar, con tonos ocres y anaranjados y sin ningún atisbo de vegetación. Al cabo de poco rato, David, que vio que el grupo iba un tanto adormecido, nos invitó sutilmente a que nos diéramos prisa; era mediodía y el sol podía abrasarte en cuestión de minutos. David era el líder de la expedición, un hombre de mundo, un “zorro” del desierto que conoce Marruecos mejor que los propios marroquís. Incluso llegaba a confundir a muchos de ellos, ya que se pensaban que él vivía por allí, en alguna zona del país norafricano. Así que todo lo que decía David era como un real decreto para todo el equipo; si te decía que a un grupo de personas en concreto no se les podía hacer fotos, era porque conocía a la perfección qué reacción podían tener. Si te decía que protegieras la cámara de la arena del desierto, era porque sabía las nefastas consecuencias de no hacerlo. Y si te decía que debíamos apresurarnos, era porque sabía que el sol del verano marroquí podía hacer que nos desplomáramos fácilmente.
Con agilidad llegamos al final del valle, una zona más o menos angosta que se iba entrelazando entre laderas áridas de arena y roca. De repente, y por sorpresa nuestra, apareció ante nosotros una especie de río de minerales blancos que parecían surgir del interior de las montañas, creando un bonito contraste de colores. Aquel “río blanco” era sal mineral. La sal del Atlas, igual que sus fósiles marinos que se encuentran por la cordillera, son la herencia de antiguos mares y sus sedimentos generados en diferentes épocas geológicas de la Tierra.
Foto: Marià Serrat
Y fue entonces cuando entendí rápidamente por qué aquel chico estaba tan inquieto con nuestra presencia; esas montañas, aparentemente inertes y estériles, escondían un valioso tesoro, algo que ellos -igual que las generaciones anteriores- querían preservar y defender: la sal. Hoy en día esta sal es vendida como condimento alimentario de alto valor en los mercados extranjeros, pero antiguamente tenía una importancia mucho más valiosa y trascendental. La sal se utilizaba para conservar alimentos -importante en países calurosos cuando no existía el refrigerio-, para condimentar platos de las clases altas de la sociedad y como importante moneda de intercambio con las caravanas que traían dátiles, ganado, artesanías o todo tipo de especias.
Nos encontrábamos cerca del nacimiento del río Unila, a 2060 metros de altitud sobre el nivel del mar, en uno de los yacimientos de sal más importantes de Marruecos y que, de alguna manera, había intervenido en la historia del país. Este yacimiento levantó el imperio de Thami al-Glaui, también conocido como “el león del Atlas”, quien controló desde finales del siglo XIX hasta los inicios del XX el valle de Ounila y sus extracciones de sal, apoderándose así de una parte de la ruta comercial que iba de Tumbuctú (Mali) a Marrakech. Ait Benhadu, uno de los Ksar más famosos del mundo, así como Ait Ussaid, Ammiter o Teluet, son testigos de un pasado rico en posesiones y de un comercio (de sal) frenético.
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