Merdani

Los buhoneros del desierto

Las personas nómadas del sur de Marruecos son capaces de adaptarse a climas y situaciones extremas. Sin embargo, la obtención de alimentos, crucial para su supervivencia, no depende de ellas

22 Julio 2022

4 minutos de lectura

Foto: Marià Serrat

El paisaje seguía la monotonía marcada de los últimos días. Sonoro, tranquilo, bello, pero también seco, árido y letal. Aquella mañana rodeamos el Erg Chebbi, el mar de dunas más grande de Marruecos, intentando vislumbrar algún atisbo de vida. No se observaba nada en el horizonte, solo arena, piedras y una llanura interminable que se extendía dirección sur hasta donde la mirada podía alcanzar. Allí al fondo, estaban Argelia y el gran Sahara, que se prolongaba miles de quilómetros hasta el Sahel africano. Un mundo aparte bajo nuestros pies, con sus propias reglas de supervivencia que ha modulado la actitud de las personas que viven allí. A ojos foráneos, como era/es nuestro caso, el Sahara no es más que un inmenso desierto que cubre la gran parte norte del continente africano, cuya belleza solo la podemos contemplar a través de los cristales de un jeep con aire acondicionado. Sin embargo, allí, en esa aparente inflexibilidad paisajística, vive gente, familias enteras que han sabido adaptarse a lo bueno y lo malo del desierto, a sus pros y a sus contras, a su belleza y a su letalidad.

Pasamos Tisserdimin, un pueblo de adobe donde aún viven personas de una manera permanente, aunque parecía inverosímil que alguien pudiese hacerlo en mitad de la nada. Solo se podía explicar por qué era el único lugar de los alrededores con algo de agua para los pastos. De allí en adelante, a causa de los estragos de las sequías permanentes y una desculturización generalizada, la tierra se vaciaba, se secaba, se quedaba sin gente. Una cultura milenaria se esfumaba ante nosotros y sucumbía a una realidad poco amable. El siguiente pueblo era Merdani, ya abandonado, con aires de un pasado abundante y generoso. Grandes construcciones de adobe se caían al suelo, dejando una estampa de un pueblo fantasma a los pies de las dunas.

Finalmente, entre la hamada -desierto de piedras- y el erg -desierto de arena-, allí donde el río Ziz muere lenta y agónicamente bajo el suelo ardiendo, visualizamos las únicas jaimas de todo el recorrido. Eran familias nómadas que se desplazaban buscando los mejores sitios para vivir, y allí habían encontrado los últimos pastos de la zona y algún preciado taray, árboles con largas raíces que llegan a los acuíferos más profundos y que les proporcionan leña y sombra, esenciales para sobrevivir. Nos acercamos con tranquilidad y sigilo a una de las familias, aunque los niños, eufóricos, ya habían delatado nuestras intenciones.

Con amabilidad amazig nos invitaron a tomar un té en la haima para huéspedes. Hayat, una mujer de 22 años era nuestra anfitriona. Tenía una mirada penetrante y unos bellos ojos del mismo color que el desierto, que su desierto. Vestía con la indumentaria colorida típica de la cultura amazig, con colores rojos, azules y blancos que contrastaban con los colores ocres y anaranjados del paisaje árido. Había tenido una vida que, desde nuestra ignorante perspectiva, parecía imposible para una mujer nómada; había ido a un internado en Rissani durante ocho años y estaba divorciada. Sin embargo, su naturalidad en decirlo nos indicaba normalidad en esos acontecimientos. Hayat nos comentó que la vida allí no era fácil, que el agua se secaba, que los pastos desaparecían y que los tarayes se morían. En gran parte, su modus vivendi dependía de la comida que les traían los vendedores ambulantes que recorrían aquellas tierras. Harina, azúcar, té, especias, cuscús y, en definitiva, todo aquello que no les proporcionaba su ganado caprino dependía directamente de los buhoneros del desierto.

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