Foto: Marià Serrat

Después de un vuelo pospuesto, medio día de espera en el aeropuerto y una fuerte desmañanada remediada con café, finalmente llegamos a Marruecos, donde nuestra primera parada es Fez, o más específicamente, su medina –un antiguo barrio amurallado, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1981. Y al llegar allí uno entiende desde el primer instante que ese título definitivamente le corresponde.

Nuestra comida tardía es al interior de un antiguo riad que ha sido remodelado para funcionar como restaurante. En muchos casos, los riads, que originalmente eran viviendas –a menudo de dos plantas y caracterizadas por un patio o jardín central–, se han reinventado para funcionar como hoteles y otros espacios destinados a la actividad turística. Esto ayuda a preservarlos y a darles mantenimiento. Otros mantienen su carácter de hogar, siendo aún habitados por la población local o por extranjera.

Mientras almorzamos en el riad, se aprecia que la fuente localizada en el centro del patio aporta frescura al espacio y hace que el calor disminuya considerablemente en su interior. Gracias a esto el riad no necesita aire acondicionado para ser confortable. La presencia de plantas también ayuda a crear un microclima fresco, y añade belleza y aroma al espacio.

El manejo de la luz está también considerado dentro del diseño sustentable del riad (y uno no puede dejar de mirar el techo una vez que lo descubre). Si bien en la actualidad también se emplea iluminación artificial, destaca el manejo original de la luz natural, que es redireccionada hacia las paredes por medio de pequeñas ventanas, aperturas y tragaluces. Estos desvían los rayos del sol para que su impacto no sea directo, y así se pueda alumbrar el espacio sin sobrecalentarlo. Esto, a su vez, genera un juego de luces estéticamente llamativas e interesantes: el color del cristal se mezcla con el de los azulejos, y genera reflejos con patrones sobre cada rincón.

Si bien los riads están protegidos del ruido y el calor exterior mediante escondidos pasadizos, gruesos muros y estrechas ventanas, por dentro son espacios completamente abiertos, libres y opulentos. Para sus habitantes, la luz es señal de salud; la privacidad, de respeto; y la armonía, de bienestar. La belleza, la decoración y la riqueza del lugar destacan solamente al interior: únicamente para fortuna de sus dueños o de los viajeros que –como nosotros– puedan cruzar sus puertas y descubrir los secretos que alberga el interior.