Medina de Marrakech

“Se cierra una ventana y se abren diez”

La medina de Marrakech fue el último sitio que visitamos antes de partir, pero no por ello el menos impresionante. Logró –como todo en Marruecos– enseñarnos cosas que deseábamos entender y documentar. Nos dispusimos a explorarla junto a Zahira, una guía local

27 Julio 2022

3–4 minutos de lectura

Fotos: Natalia Figueroa

La organización de la medina de Marrakech es casi imperceptible a simple vista, pero muy fácil de identificar una vez que la asimilas: los arcos superiores separan a un barrio de otro, las zonas comerciales están apartadas de las habitacionales, y las murallas y puertas seccionan y ordenan el área. Cada barrio tiene su propio hammam, mezquita, horno, fuente y servicio público.

La plaza es un espacio amplio y céntrico. Zahira, una mujer amable que guía nuestro recorrido, la describe como “el corazón latente de la ciudad”, como una metamorfosis, pues durante el día está llena de actividad comercial, pero por la noche cobra aún más vida y atrae a acróbatas, músicos, cuentacuentos y tatuadoras de henna. “Es como un teatro al aire libre”, explica.

Todas las casas tienen el mismo color, la misma fachada y altura para evitar mostrar diferencias entre clases sociales, aunque en ocasiones sus materiales y formas las delaten. Como en casi toda la arquitectura vernácula marroquí, la riqueza no debe notarse desde fuera. Cada puerta tiene dos picaportes y dos divisiones en cada una: la de abajo es para que accedan los habitantes de la casa, mientras que la de arriba es para visitantes. Cada picaporte emite un sonido diferente que permite identificar quién toca. La intimidad es importante, así que se respeta el tiempo que tarden en abrir la puerta, pues puede significar que están preparándose. También se respeta si han atado los picaportes, lo que significaría que no pueden admitir a nadie en ese momento.

De pronto llegamos al Palacio de la Bahía, que, a pesar de su gran tamaño y ostentosas decoraciones, también se mantiene oculto del exterior. Zahira nos explica un poco sobre sus decoraciones: aquellas que son geométricas y matemáticamente simétricas son de origen árabe, mientras que las florales son de procedencia amazig. Le pregunto por el tono azul presente en múltiples marcos, y comenta que es el color de los amazighs del desierto. Igualmente pregunto por unas letras que decoran varios pilares; Zahira comenta que en la cultura musulmana la caligrafía es también un arte y una de las pocas decoraciones permitidas al interior de los palacios. Estas letras indican buenos deseos para el hogar y dicen: “Salud y larga vida” y “Bendición y suerte”.

Esta visita no es solo la culminación de nuestra excursión académica sino también de todo lo que hemos aprendido en ella sobre la vivienda. Vemos muros anchos que controlan la temperatura, jardines interiores que aportan sombra y humedad, fuentes que decoran, enfrían y embellecen cada patio.

Nuestro recorrido por la medina finaliza con la llegada a la mezquita. Tiene tres torres y varias aperturas pequeñas. “Son muchas ventanas, ¿no?”, comenta nuestra guía. Continúa: “Por eso nosotros no decimos que se cierra una puerta y se abre otra, sino que se cierra una ventana y se abren diez”.

Mientras nos despedimos me invade una enorme alegría por haber podido conocer un país tan lleno de esperanza y resiliencia, que no es perfecto –como ninguno lo es– pero que tiene varias posibilidades por explorar, caminos por seguir y ventanas aún no abiertas.

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